Vivimos
un mundo de apariencias
donde lo sencillo es apuntarse
al carruaje de lo laureado
únicamente
por cumplir con un trabajo
del que ya de por sí se cobra,
un orgullo exclusivo
que nos hace cómplices a un sistema
donde prima la vanidad
y se premia una capacidad
amparada en la gracia
de la que otros carecen
por propia humildad,
o simplemente por el silencio
tras el que ocultan su inteligencia,
gran virtud divina
de ningún modo olímpica
merecedora de coronas,
seres adeptos a una gloria
efímera como la vida
predispuestos para una medalla
por la que no aportan,
lo que otros pelean día a día
sin tan siquiera una bandera
que avale su inventiva…
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