Por su cara siempre se deslizaba
aquella lágrima de alegría cada vez
que pasaba por delante de la escuela,
algún día podría sentarse
y espectante aprender a leer
aquellas bonitas historias
que desde que murió su abuelo
ya nadie le recitaba,
en sus manos un libro era alegría
aunque no supiera que decía,
jugaba a imaginarse cada historia
por los dibujos y su serigrafia
que aunque no entendía, sabia
aportarles la fantasía necesaria
para convertirlas en sus leyendas,
fueron pasando los años
y su pelo blanco anunciaba
que difícilmente aprendería,
pero para su ego quedaba
que, aun no sabiendo
había aprendido a descifrar
mucho más que otros leyendo,
todo aquello que su abuelo
le enseñó de bueno,
hijo mío un libro abierto
siempre es libertad de pensamiento…