Sentada sobre aquella exigua
como las ideas en las que se amparaba,
paseaban por su mente cada una
de aquellas vivencias que le dieron vida
antes de que a su cuerpo enjuto
no le respondiera la mente,
su presente eran segundos de vida
que se disparaban a un pasado
tan lejano que nadie a su alrededor
conocía, por sus ojos veía oscuro
como el manto de tristeza
en que se convirtió su cara
desde el momento
en que se sintió una carga,
mujer infatigable que como bestia
trabajó seguido veintidós horas diarias
durante gran parte de su existencia,
de cocina una lumbre
que en todo el invierno se apagaba,
de lavadora unas manos llenas de callos
embrutecidas por los fríos suelos
donde cada invierno arrodillada
dedicaba el día a la recogida de aceituna,
la noche a preparar la comida
en la lumbre y la ropa en las pilas,
un edificio lejano que solo disponía
de techo, agua muy fría y una continua apuesta
por saber que lejía dejaba la ropa mas blanca,
a su mirada perdida en el infinito
ya no la cortejaba aquella sonrisa
que de niño me acompañaba a todos sitios,
pero su corazón aun palpitaba deprisa
cuando sentía el ritmo del mío pegado
y bailando juntos igual que cuando
me mandaba a la escuela cada mañana
con un beso en la frente y de bocata
un trozo de pan abierto relleno de aceite
y todo el amor que manaba de su pecho
que a sus cuatro hijos regaló siempre...